lunes, 17 de mayo de 2010

Futuro incierto

EL FUTURO INCIERTO DE AMÉRICA LATINA

Por Mario Vargas Llosa
23 de octubre de 2004

En un solo tema se puede asegurar enfáticamente que América latina está ahora mucho mejor que hace veinticinco años: hay menos dictaduras y, con la excepción de Colombia, las guerras civiles han cesado y una convivencia, a menudo tensa y precaria, ha reemplazado a las antiguas matanzas. Pero, salvo Chile, en ninguno de los países latinoamericanos se advierte un desarrollo real, ni en términos macroeconómicos ni mucho menos en cuanto a disminución de la pobreza o a un aumento de las oportunidades a los estratos más bajos para romper el confinamiento en el subdesarrollo.

Es verdad que, excluyendo la dictadura cubana de Fidel Castro y la deteriorada democracia venezolana de Hugo Chávez, en el resto de América latina se celebran elecciones, hay parlamentos más o menos representativos, se respeta la libertad de prensa y se puede decir que existen Estados de Derecho. Pero lo cierto es que el sostén social de esas imprescindibles instituciones es lánguido y declinante, y que cada vez hay síntomas más inquietantes de una desafección que, como se vio en Bolivia, donde las masas defenestraron al presidente Sánchez de Lozada, en cualquier momento puede convertirse en hostilidad a un sistema al que cada vez más gente considera poco apto para resolver sus demandas urgentes: trabajo, seguridad, educación, salud y oportunidades para progresar.

Esta descalificación del sistema democrático es lamentable pero no gratuita, pues en todos estos asuntos, siempre con la excepción de Chile, todos los países latinoamericanos están ahora peor que hace un cuarto de siglo, aunque las manipuladas estadísticas de los gobiernos y de las organizaciones internacionales pretendan a veces lo contrario.

Desde luego, la democracia no tiene la culpa de que gobernantes ineptos, corruptos, demagogos o cobardes desaprovechen las inmensas posibilidades que el mundo de hoy ofrece a los países en vías de desarrollo para progresar, como lo han hecho ese puñado de países asiáticos -Taiwan, Corea del Sur, Singapur, India, entre otros- que en las últimas cinco décadas han dado unos saltos de gigante en la modernización de sus economías y en su integración al mundo.

Pero, a diferencia de lo que ocurrió en Asia, en América latina el establecimiento de regímenes democráticos no trajo consigo una drástica reforma del Estado que lo purgara de lo que ha pasado a ser la principal fuente de la inoperancia de la democracia: la corrupción. De un extremo a otro del continente, ésta se extiende como un fango pútrido en el que quedan paralizados, ensuciados o asfixiados todos los empeños modernizadores y es la razón principal para el desaliento y la frustración que impulsa cada año a miles de latinoamericanos a emigrar a Estados Unidos, a Europa, a Asia y a Oceanía.

Uno de los efectos más nefastos de la corrupción ha sido el de desnaturalizar medidas como la privatización del sector público, indispensables para el despegue de un país, que ahora encuentra por doquier una resistencia popular creciente. No es de extrañar: en países como en la Argentina, bajo el gobierno de Carlos Menem, y en el Perú, bajo la dictadura de Fujimori, las privatizaciones, en vez de servir para abrir mercados, estimular la competencia, bajar los precios y mejorar los servicios, fueron operaciones concebidas para privilegiar a determinados grupos particulares y para encubrir cuantiosos latrocinios que desviaron cientos de millones de dólares hacia los paraísos fiscales. El desprestigio que estos saqueos de los recursos públicos ha impuesto a la idea de la privatización se extiende por todo el continente y sirve de combustible al renaciente populismo que lleva a muchos gobiernos latinoamericanos a descartar de plano la sola idea de transferir al sector privado unas empresas públicas que son casi siempre gigantescas, ineficientes, impulcras y, por lo mismo, un pesado lastre para el crecimiento de un país.

Las industrias ilegales, en cambio, como el narcotráfico, han aprovechado en algunos casos mucho mejor que los gobiernos la globalización y las nuevas tecnologías para descentralizar sus operaciones y encubrirse tras fachadas legales, de tal manera que en la mayor parte de los países de América latina operan con una movilidad y eficacia que les garantizan casi total impunidad. En países como Colombia y México -pero desde luego que no son los únicos- la producción y comercialización de la droga da de comer a tanta gente, asegura la existencia de tantos negocios y empleos honorables y es el sustento de tantos profesionales, funcionarios y políticos que no es exagerado decir que el narcotráfico se halla poco menos que consubstanciado con la sociedad y que la idea de acabar con él ha pasado a ser, en un futuro más o menos previsible, una quimera.

Un país no puede modernizarse y progresar si sus ciudadanos viven en la inseguridad, con la perpetua sospecha de que en cualquier momento pueden ser atracados, secuestrados, estafados, y de que los policías y los jueces no sólo son, en la mayoría de los casos, incapaces de defenderlos, sino, muy a menudo, cómplices de quienes los atropellan y violentan porque éstos pueden sobornarlos o intimidarlos.

Esa sensación de impotencia y fatalismo niebla la visión del futuro, debilita el entusiasmo y propaga en los sectores sociales más desvalidos e indefensos una especie de anomia vital. Y ése es, por desgracia, un estado muy generalizado en América latina entre millones de gentes que sienten cerradas todas las puertas del futuro y del que escapan, a veces, en estallidos de violencia.

¿Cambiarán las cosas en un futuro próximo? Quisiera equivocarme pero no soy muy optimista, en verdad, pese a que hay, en algunos puntos de América latina, como Centroamérica, realidades muy positivas: es la primera vez en su historia que los cinco países de la región están pacificados, colaboran entre sí y sus economías crecen. Pero ni siquiera en América Central, donde las cosas han mejorado visiblemente en relación con el pasado reciente, las economías crecen al ritmo que permitiría crear puestos de trabajo y abrir oportunidades que trastocaran la terrible tendencia de que, con la sola excepción chilena, es presa todo el continente: la de que cada día hay más pobres y de que, en vez de reducirse, aumentan las diferencias entre los que tienen mucho y los que tienen poco o nada.

América latina tendría que crecer como lo están haciendo China y la India a lo largo de muchos años para que aquella tendencia revirtiera, y nadie que no sea ciego o loco puede augurar semejante cambio radical en un futuro próximo.

A juzgar por lo que ocurre en la actualidad, lo que cabe esperar -y trabajar porque ello sea así- es que las imperfectas e incompetentes democracias que tenemos no se desplomen, porque sin ellas todo empeoraría y habría más corrupción y más violencia. Pero no es seguro que ellas vayan a sobrevivir de manera indefinida, a menos que cambien de rumbo. Una inquietante perspectiva es que el mal ejemplo del comandante Chávez -el militar felón que, luego de insubordinarse contra el gobierno democrático de su país fuera legitimado en las urnas por una sociedad obnubilada- cunda y los caudillos uniformados, ahora en desuso, vuelvan a levantar cabeza y restablezcan el golpismo de siniestra memoria. Otra, que caudillos populistas como el boliviano Evo Morales arrastren tras de sí un movimiento callejero que dé el puntillazo final a los vacilantes gobiernos democráticos.

En todo caso, aquello, si ocurre, no ocurrirá en todos los países ni de la misma manera. En los que las cosas andan menos mal, la democracia sin duda continuará su mediocre y difícil existencia, con breves respiros que, en la mayor parte de los casos, vendrán determinados no por méritos propios sino por circunstancias exteriores favorables, como el aumento en los mercados internacionales de los precios de ciertas materias primas.

El único país que en América latina parece haber salido de este círculo de fuego es Chile, un caso del que se habla poco, porque mencionarlo les parece a algunos que es como justificar la dictadura de Pinochet. Eso es absurdo. Es cierto que algunas de las reformas económicas importantes que han beneficiado a Chile se hicieron cuando el país vivía bajo la bota militar de ese general, que, como ahora se ha comprobado de manera inequívoca, era tan corrupto en lo personal como todos sus congéneres, los espadones del continente.

Pero lo cierto es que el gran despegue económico de Chile ha tenido lugar después y no antes de la democratización del país y gracias a un consenso sostenido del que participan hasta ahora todas las fuerzas políticas, en favor de un modelo económico liberal que todas ellas siguen defendiendo a pesar de las grandes rivalidades y diferencias que las oponen. Es este consenso el que ha dado al país austral el formidable dinamismo que le ha permitido quemar etapas y progresar al ritmo de los países asiáticos. Ese progreso ha beneficiado a todos los sectores sociales, y ha hecho retroceder la marginalidad y la extrema pobreza de una manera que no tiene precedentes en América latina.

Pese a ello, el caso chileno no sirve de modelo a nadie en América latina pues no hay un solo gobierno que tenga la entereza moral y política de imitarlo. El único que lo ha intentado, el de Uribe en Colombia, ve sus esfuerzos frenados por el desgaste de una guerra difícil, en la que un Estado pobre, débil y corroído se ve enfrentado a unas guerrillas financiadas por el todopoderoso narcotráfico y las no menos prósperas industrias del secuestro y el crimen. Todo parece señalar que en los próximos veinticinco años América latina seguirá siendo "el continente del futuro".

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/opinion/nota.asp?nota_id=647455
LA NACION | 23.10.2004 | Página 29 | Opinión

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